¡Regrandísimo cabrón! ¿Acaso este año el conejo de pascua no pasó por tu casa? Ni este año, ni en anteriores.
Podría seguir con una retahíla de insultos, hasta agotar mi repertorio e inventar unos nuevos.
La curiosidad mató al gato, pero murió sabiendo. ¿Y sabes? Me supo tan rica la muerte por conocimiento. Caí al vacío de un solo golpe y contrario a lo que pensé, no me dolió como esperaba. Solté un suspiro de alivio.
Podría decirte mentiroso, deshonesto, desleal, pero lo resumo en una palabra: cobarde.
Me hago enteramente responsable por haberte creído, por haber volado por ti, por regalarte letras, por derramar tinta azul y de vez en cuando, libertarte mariposas.
No, no me arrepiento. Al final de todo, eres irreal, inexistente, más falso que creer que soy capaz de preparar un banquete, eres un sueño de una mente dispersa, la broma pesada de un ángel, la olla al final del arcoiris, un tsunami en un vaso con agua.
Yo me despido bonito, talvez seas la excepción a eso. Aunque no del todo.
Gracias, nene, por elevar mi ego a la estratosfera. Tu silencio me regaló las mejores letras en tiempo sin tiempo. Te elevé a través de ellas para ser un dios perfecto y dejaste de ser un simple mortal.
Claro que me enamoré de ti: yo te inventé. Te creé y te recreé una y mil veces hasta que estuviste hablándote de tu con los dioses del Olimpo.
Me abriste las alas y me lanzaste al aire. Hoy, cielo, mi cielo, es demasiado grande para ti.
Bienvenido al olvido.
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